Tiempos
estos en que la UNESCO y otros organismos internacionales para la
educación, declaran patrimonio cultural de la humanidad no solamente
grandes y magníficos palacios y catedrales, sino ciudades enteras e
incluso carnavales, festivales y otras expresiones del espíritu humano
como también lo son las denominaciones de origen protegidas (DOPs),
productos de costumbres y tradiciones imponderables, que se hacen
realidades tangibles para alegrarnos la vida y hacernos más llevadero el
paso por este valle de lágrimas y pecados.
Tiempos en que no solamente las marcas registradas hacen valer sus
derechos, deberían respetar que la navidad es participación en el
patrimonio cultural del Cristianismo y por lo tanto de la Iglesia
Católica. Que el gran suceso es la conmemoración del nacimiento de Jesús
Nuestro Señor y toda la belleza cultural que alrededor de ello se
expresó en una fría noche azul tachonada de estrellas y luceros de
varios colores y uno de ellos más resplandeciente que los otros
indicando algo.
En un paisaje seco y arenoso color de terracota claro. Noche de
ángeles, pastores pobres y reyes ricos magníficamente vestidos, noche de
camellos, ovejas, un manso buey y un obediente asnillo, una gruta fría y
en ella el mayor tesoro del Padre eterno, bien guardado y protegido por
el más valiente y confiable hombre que ha dado la humanidad, para
responderle cabalmente por una Virgen inmaculada y un tierno niño recién
nacido. Y en el aire flotando el canto suave y discreto de un "Gloria
in Excelsis Deus" nada menos que entonado por espíritus angélicos de
celestial belleza nunca antes vista en esta tierra de exilio. Noche de
perfumes paradisíacos desconocidos hasta ese momento por los hombres, y
una felicidad inexplicable para muchos de ellos que seguramente la
sintieron recorrer sus almas, sin saber bien el por qué. Hay piadosos
testimonios de místicas revelaciones privadas, que afirman haber
aparecido esa misma noche hermosísimas flores, frutos, aves y peces que
antes no existían.
El paso del tiempo fue agregando villancicos cantados con el estilo y
personalidad de cada pueblo, comidas caseras típicas, regalitos mutuos
dados más por cariño que por interés, oraciones junto a un mimoso
pesebre hecho por toda la familia y un árbol cargado de adornos que
solamente en los tiempos navideños salen para ser colgados y embellecer
la casa con sus luces de colores.
Todo un patrimonio cultural de una sola nación universal, un pueblo
escogido, una nueva comunidad mundial fraterna sin distingos de razas,
clases ni niveles económicos, que se perdona y se ama especialmente
aquella noche en que el Verbo de Dios se hace carne para llevar a cabo
nuestra Redención. ¿Se nos está olvidando todo eso? ¿No recordamos acaso
que en todas las horas de aquel día nuestras oraciones y pedidos,
nuestra acción de gracias en la comunión y hasta los pequeños afanes y
angustias cotidianas ofrecidos con amor y gratitud, suben especialmente
al Cielo como resplandecientes fuegos pirotécnicos de miles de colores?
Se nos olvida que podemos hacer la felicidad infantil modesta, íntima y
alegre sin los regalones mundanos y costosos del comercio y la
tecnología, ni las comidas rápidas del domicilio, ni la bulla pagana e
intemperante de cantina o del licor bebido hasta la embriaguez. Hasta al
buen cura párroco teme hacer sonar esa noche a todo repique las
campanas de navidad para alegrarnos y olvidar las penas, porque un
amargado y ateo vecino puede hacer venir la policía.
No podemos olvidar que aquella noche alegre, un niño frágil tiritaba
de frío, una madre resignada y virginal lo envolvía con su tibio chal, y
un serio varón valiente y noble los cuidaba con ojo atento y vigilante,
soportando entre alegre y paciente la humillación de que en la aldea
natal de sus propios antepasados del linaje de David, le habían cerrado
las puertas al Redentor del mundo. El bello niño que se haría un hombre y
en el vigor de sus treinta años de vida sería sacrificado por el
poderoso sanedrín que había apostatado y llevaba a la apostasía al
pueblo entero, precisamente porque ya no creía en la venida del Mesías
de la tradición y se había adaptado al mundanismo greco-romano, dejando
que se paganizaran incluso las propias festividades religiosas del
pueblo elegido.
Alguien se ha robado nuestra Navidad y tenemos derecho a denunciarlo
reclamando con vehemencia que todo este festín mundano de los centros
comerciales, es una injusta apropiación deformada y ruin de una alegría
que nos pertenece y prepara para el Cielo y no para ostentaciones
frívolas, cosmopolitas y fatigantes que generalmente nos dejan llenos de
deudas, sobrepeso y frustración. Alguien se la ha robado, o simplemente
la ha comprado por treinta monedas a algunos de los que estaban
encargados de cuidar y administrar el patrimonio religioso del pueblo de
Dios.
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