No hay nada imposible para Dios
Edward era un joven soldado que pertenecía al cuerpo de la infantería en el ejército de su país. Si algo lo caracterizaba, además de ser un elemento destacado y responsable, era su profunda devoción a María Santísima.
Al lado de su cama contaba con una imagen de la Virgen de la Asunción a
quien todas las mañanas se encomendaba a través del rezo del Santo
Rosario.
Entre sus compañeros era motivo de burlas y humillaciones constantes debido a su fe. No
soportaban verlo santiguarse cada mañana, antes de recibir cada
alimento, en cada actividad, tarea o simplemente al terminar el día. De su pecho colgaba una medallita de la Virgen a la que siempre besaba con profundo amor.
Un día, uno de sus superiores que
conocía su gran devoción, quiso darle un escarmiento. Mandó llamar a
toda su tropa de infantería al campo de entrenamiento, delante de ellos
lo llamó al frente y le dijo: “Soldado, venga aquí, tome esta llave y vaya a aquel jeep y estaciónelo aquí al frente de sus compañeros”.
Edward se puso muy nervioso puesto que no sabía manejar, jamás pudo aprender. Entonces le dijo al sargento: “No sé manejar Señor”.
Inmediatamente las burlas entre sus compañeros comenzaron a dejarse
escuchar. Ante tal respuesta el sargento volvió a decirle: ¡Le he dado
una orden, vaya y traiga ese vehículo inmediatamente! El joven respondió
nuevamente: “Ya le dije Señor que no se manejar”.
Entonces dijo el superior: ¿Cómo es posible?
¡Vamos! ¡Pídale a su Señora, a esa que le reza todos los días, dígale
que le ayude! De algo le debe servir tanto rezo. ¡Ande, muéstrenos que
ella sí existe!
El soldado tomó las llaves y mientras iba caminando hacia el vehículo comenzó a decir: “Madre, ayúdame en esta hora, pido tu auxilio”,
subió al automóvil, lo encendió y comenzó a moverlo poco a poco hasta
estacionarlo perfectamente frente al sargento y sus compañeros. Lo apagó
y bajó del coche.
Al salir del jeep, Edward
observó cómo todos quedaban atónitos ante lo que acaba de hacer. Su
sargento se quitó el gorro y se puso de rodillas a llorar amargamente.
¡No es posible, esto es un milagro! Decían sus compañeros y asombrados
le preguntaban: “¿Quién esa Señora a la que le pides? ¡Nosotros queremos
conocerla!”.
El joven asustado, preguntó qué era lo
que estaba sucediendo, a lo que su superior ahogado en llanto, se puso
de pie y abrió el cofre del jeep. Edward observó que aquel auto
estaba sin motor. Y en su lugar no había más que pedacera de lámina. El
sargento puesto de rodillas le pidió disculpas al confesarle que él
mismo buscaba humillarlo frente a todos, pero ahora él era quien había
quedado avergonzado frente a la Virgen Santísima.
Edward lo tomó entre sus brazos y le dijo: Ella es mi Madre, la Madre de Aquél a quien sirvo, el Dios de lo imposible.
Desde ese momento, el milagro se
esparció entre todo el ejército y hasta toda la ciudad y venían todos al
lugar donde todo pasó. Muchos creyeron y se convirtieron hacia los
brazos de María Santísima.
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