Acudió a Nuestra Señora lamentando sus pecados, con tal devoción que Juan Pablo II lo proclamaría un “Hombre de María”
A veces, leer las vidas de los santos resulta desalentador. Quizás fueran imperfectos, todos lo somos, pero puede parecer que ninguno de ellos pecara nunca realmente vez como peca la gente de hoy día. Incluso un muchacho proverbialmente malo como san Agustín sería un chico decente según los estándares actuales. Es fácil que aquellos que hemos hecho terribles elecciones nos sintamos descorazonados.
Pero dejad que os presente al beato Bartolo Longo.
Como muchos santos, Bartolo se crió en una familia católica devota. A diferencia de la mayoría de los santos, Bartolo vivió sus veinte años como sacerdote satánico.
Nacido en 1841, Bartolo Longo perdió a su madre cuando tenía solo 10 años. Desde aquel momento, se fue distanciando cada vez más de su fe católica. Cuando empezó sus estudios universitarios en Nápoles, en la misma universidad donde el mismo santo Tomás de Aquino había estudiado, estaba entusiasmado por entrar de lleno en la experiencia de una universidad secular. En la Italia de mediados del siglo XIX, eso significaba anticlericalismo, ateísmo y, en última instancia, ocultismo.
Bartolo empezó a asistir a sesiones espiritistas, a experimentar con drogas e incluso participó en orgías. Apartaba a la gente de la fe católica ridiculizando públicamente a la Iglesia de su infancia. Poco después, el recién graduado jurista fue “ordenado” sacerdote de Satán. Como obispo satánico, entonaba palabras blasfemas, temblaban las paredes de su habitación y los gritos desencarnados aterrorizaban a los presentes.
Bartolo no tardó en llegar a un estado de paranoia y miseria, al borde de una crisis nerviosa. Y mientras él se aferraba a sus prácticas satánicas, su familia rezaba.
Como sucediera con Agustín, las fieles oraciones de la familia de Bartolo por fin derrumbaron el muro de ira y pecado que Bartolo había construido a su alrededor. Una noche, escuchó la voz de su difunto padre gritándole: “¡Vuelve a Dios!”.
Aturdido, Bartolo visitó a un amigo que vivía cerca, el profesor Vincenzo Pepe. Cuando Pepe se dio cuenta de en lo que se había convertido Bartolo, le espetó: “¿Quieres morir en un manicomio y estar condenado para siempre?”. (Con esto no quería decir que Bartolo sería condenado por demencia, sino que las elecciones pecaminosas que había tomado estando cuerdo le conducirían inevitablemente a la locura y la condenación). La valentía de Pepe al señalar el peligro en que se encontraba su amigo atravesó las defensas de Bartolo y al poco tiempo había accedido a reunirse con un sacerdote dominico, el padre Alberto Radente.
El padre Alberto trabajó con paciencia con el joven jurista, animándole a hacer una confesión concienzuda. Tras un mes de dirección, Bartolo por fin fue absuelto y empezó su obra de atraer a las personas de vuelta a Cristo. Alzaba la voz en mitad de cafeterías y fiestas de estudiantes para denunciar las prácticas ocultistas. Servía a los pobres e instruía a los ignorantes; después de seis años trabajando así, pronunció sus votos como dominico laico, en la fiesta de Nuestra Señora del Rosario.
Entonces, purificado y consagrado, Bartolo acudió a una última sesión de espiritismo. Entró, alzó un rosario en la mano y proclamó: “Renuncio al espiritismo porque no es más que una trampa”. Pero aunque había sido absuelto, Bartolo, como la mayoría de nosotros, todavía tenía difíciles recuerdos de su pasado. Se sentía indigno del perdón de Dios, convencido de que era impuro y permanentemente dañado por su pecado. Un día, mientras trabajaba con agricultores indigentes cerca de Pompeya, Bartolo empezó a reflexionar sobre su estilo de vida pasado.
“A pesar de mi arrepentimiento, pensé: Todavía sigo consagrado a Satán, y todavía soy su esclavo y propiedad mientras me espera en el Infierno. Mientras reflexionaba sobre mi condición, experimenté un profundo sentido de desesperanza y casi cometí suicidio”.
En aquel momento, Bartolo recordó el rosario de su infancia, el amor de la Santa Madre. Sintió a Nuestra Señora decirle que su camino al cielo pasaba por enseñar a otros a rezar el Rosario.
Bartolo se mudó a Pompeya, donde empezó grupos de rezo del Rosario, organizó procesiones marianas y empezó a trabajar en un santuario de Nuestra Señora del Rosario. Su obra fue financiada por la condesa Di Fusco, con quien trabajaba tan estrechamente que se corrieron rumores sobre la naturaleza de su relación. Aunque Bartolo había asumido un voto privado de castidad, fue alentado por el papa León XIII a casarse con la condesa por el bien de la obra; ambos entraron en un matrimonio célibe y continuaron sirviendo a los pobres.
Durante más de 50 años, Bartolo predicó el Rosario, fundó escuelas para pobres, estableció orfanatos para hijos de criminales y transformó una ciudad de muertos en una ciudad dedicada a la viviente Madre de Dios. En su beatificación, san Juan Pablo II, quizás el papa más mariano desde san Pedro, proclamó al beato Bartolo Longo “un Hombre de María”.
El beato Bartolo Longo fue un sacerdote satánico vil, degenerado y blasfemo. Pero este es su legado: beato, pronto canonizado.
El 5 de octubre, día de su fiesta, pedimos su intercesión para todos aquellos que creyeron que estaban más allá de cualquier esperanza o que su pureza nunca podía ser restaurada ni sus vidas plenas o que habían perdido su posibilidad de ser santos.
Ojalá se unan a las filas de asesinos, adictos y satánicos cuyos halos brillan íntegros alrededor del trono del inmaculado Cordero de Dios. Beato Bartolo Longo, reza por nosotros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario