sábado, 2 de febrero de 2019

El Papa: “La Vida Consagrada es encontrar a Dios en las cosas concretas”

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Homilía del Papa Francisco en la celebración Eucarística con ocasión de la XXIII Jornada Mundial de la Vida Consagrada, en la Fiesta de la Presentación del Señor.
“Dios nos llama a que lo encontremos a través de la fidelidad en las cosas concretas: oración diaria, la misa, la confesión, una caridad verdadera, la Palabra de Dios de cada día”, lo dijo el Papa Francisco en la celebración de la Santa Misa con ocasión de la XXIII Jornada Mundial de la Vida Consagrada, en la Fiesta de la Presentación del Señor, este sábado 2 de febrero, en la Basílica de San Pedro.
En su homilía, el Santo Padre recordó que, la liturgia de hoy nos muestra a Jesús que va al encuentro de su pueblo. Es la fiesta del encuentro: la novedad del Niño se encuentra con la tradición del templo; la promesa halla su cumplimiento; María y José, jóvenes, encuentran a Simeón y Ana, ancianos.

Al Dios de la vida hay que encontrarlo cada día

Por ello, el Pontífice dijo que, al Dios de la vida hay que encontrarlo cada día de nuestra existencia; no de vez en cuando, sino todos los días. “Seguir a Jesús no es una decisión que se toma de una vez por todas, es una elección cotidiana. Y al Señor no se le encuentra virtualmente, sino directamente, descubriéndolo en la vida. De lo contrario – advierte el Papa – Jesús se convierte en un hermoso recuerdo del pasado. Pero cuando lo acogemos como el Señor de la vida, el centro de todo, el corazón palpitante de todas las cosas, entonces él vive y revive en nosotros”.
El encuentro con el Señor es la fuente. Por tanto, agrega el Santo Padre, es importante volver a las fuentes: retornar con la memoria a los encuentros decisivos que hemos tenido con él, reavivar el primer amor, tal vez escribir nuestra historia de amor con el Señor. Le hará bien a nuestra vida consagrada, para que no se convierta en un tiempo que pasa, sino que sea tiempo de encuentro.

El encuentro se da en medio del pueblo creyente

Si recordamos nuestro encuentro decisivo con el Señor, nos damos cuenta de que no surgió como un asunto privado entre Dios y nosotros. No, germinó en el pueblo creyente, en medio de tantos hermanos y hermanas, en tiempos y lugares precisos. “El Evangelio nos lo dice, mostrando cómo el encuentro tiene lugar en el pueblo de Dios, en su historia concreta, en sus tradiciones vivas: en el templo, según la Ley, en clima de profecía, con los jóvenes y los ancianos juntos”. Lo mismo en la vida consagrada, precisa el Papa: germina y florece en la Iglesia; si se aísla, se marchita. Madura cuando los jóvenes y los ancianos caminan juntos, cuando los jóvenes encuentran las raíces y los ancianos reciben los frutos. En cambio, se estanca cuando se camina solo, cuando se queda fijo en el pasado o se precipita hacia adelante para intentar sobrevivir.
“Hoy, fiesta del encuentro, pidamos la gracia de redescubrir al Señor vivo en el pueblo creyente, y de hacer que el carisma recibido se encuentre con la gracia de hoy”

Una doble llamada

El Evangelio también nos dice que el encuentro de Dios con su pueblo tiene un principio y una meta. Se parte de la llamada al templo y se llega a la visión en el templo. El Papa Francisco señala que hoy la llamada es doble. “Hay una primera llamada «según la Ley». Es la de José y María, que van al templo para cumplir lo que la ley prescribe. El texto lo subraya casi como un estribillo, cuatro veces. No es una constricción: los padres de Jesús no van a la fuerza o para realizar un mero cumplimiento externo; van para responder a la llamada de Dios. Luego hay una segunda llamada, según el Espíritu. Es la de Simeón y Ana. También esta está resaltada con insistencia: tres veces, refiriéndose a Simeón, se habla del Espíritu Santo y concluye con la profetisa Ana que, inspirada, alaba a Dios”.
Dos jóvenes van presurosos al templo llamados por la Ley; dos ancianos movidos por el Espíritu. Esta doble llamada, de la Ley y del Espíritu, ¿qué nos enseña para nuestra vida espiritual y nuestra vida consagrada? Que todos estamos llamados a una doble obediencia: a la ley —en el sentido de lo que da orden bueno a la vida—, y al Espíritu, que hace todo nuevo en la vida.
“Sin una vida ordenada, incluso los carismas más grandes no dan fruto. Por otro lado, las mejores reglas no son suficientes sin la novedad del Espíritu: la ley y el Espíritu van juntos”

Una llamada a la obediencia

También hay allí una llamada a la obediencia, cuando María dice: «Haced lo que él os diga» (Jn 2,5). Lo que él diga. Y Jesús pide una cosa particular; no hace una cosa nueva de inmediato, no saca de la nada el vino que falta, sino que pide algo concreto y exigente. Pide llenar seis grandes ánforas de piedra para la purificación ritual, que recuerdan la Ley. Significaba verter unos seiscientos litros de agua del pozo: tiempo y esfuerzo, que parecían inútiles, porque lo que faltaba no era agua, sino vino. Y, sin embargo, precisamente de esas ánforas bien llenas, «hasta el borde» (v. 7), Jesús saca el vino nuevo.
Por ello, el Papa Francisco señala que, lo mismo para nosotros, Dios nos llama a que lo encontremos a través de la fidelidad en las cosas concretas: oración diaria, la misa, la confesión, una caridad verdadera, la Palabra de Dios de cada día. Cosas concretas, como en la vida consagrada la obediencia al Superior y a las Reglas. Si esta ley se practica con amor, el Espíritu viene y trae la sorpresa de Dios, como en el templo y en Caná. El agua de la vida cotidiana se transforma entonces en el vino de la novedad y la vida, que pareciendo más condicionada, en realidad se vuelve más libre.

El encuentro, que nace de la llamada, culmina en la visión

Simeón dice: «Mis ojos han visto a tu Salvador» (Lc 2,30). Ve al Niño y ve la salvación. No ve al Mesías haciendo milagros, sino a un niño pequeño. No ve nada de extraordinario, sino a Jesús con sus padres, que llevan al templo dos pichones o dos palomas, es decir, la ofrenda más humilde (cf. v. 24). Simeón ve la sencillez de Dios y acoge su presencia. No busca nada más, pide y no quiere nada más, le basta con ver al Niño y tomarlo en brazos: «Nunc dimittis, ahora puedes dejarme ir» (cf. v. 29).
Le basta Dios así como es. En él encuentra el sentido último de la vida. Es la visión de la vida consagrada, una visión sencilla y profética, donde al Señor se le tiene ante los ojos y entre las manos, y no se necesita nada más. La vida es él, la esperanza es él, el futuro es él. La vida consagrada es esta visión profética en la Iglesia: es mirada que ve a Dios presente en el mundo, aunque muchos no se den cuenta; es voz que dice: «Dios basta, lo demás pasa»; es alabanza que brota a pesar de todo, como lo muestra la profetisa Ana. Era una mujer muy anciana, que había vivido muchos años como viuda, pero no era una persona sombría, nostálgica o encerrada en sí misma; al contrario, llega, alaba a Dios y habla solo de él (cf. v. 38).

La vida consagrada es un encuentro vivo con el Señor

Finalmente, el Santo Padre afirma que la Vida Consagrada es: alabanza que da alegría al pueblo de Dios, visión profética que revela lo que importa. Cuando es así, florece y se convierte en un reclamo para todos contra la mediocridad: contra el descenso de altitud en la vida espiritual, contra la tentación de jugar con Dios, contra la adaptación a una vida cómoda y mundana, contra el lamento, la insatisfacción y el llanto, contra la costumbre del «se hace lo que se puede» y el «siempre se ha hecho así». La vida consagrada no es supervivencia, es vida nueva. Es un encuentro vivo con el Señor en su pueblo. Es llamada a la obediencia fiel de cada día y a las sorpresas inéditas del Espíritu. Es visión de lo que importa abrazar para tener la alegría: Jesús.

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