“Creo Señor, yo creo en Tu presencia viva en esa hostia consagrada por las manos de un sacerdote”.
Muchas veces te lo he contado, y nunca me cansaré de hacerlo. Mi vida siempre ha girado en torno al sagrario. De una forma u otra Él ha querido permanecer cerca de mí. En la ciudad de Colón, cuando era niño, estaba enfrente de mi casa, en una hermosa capilla de las Siervas de María. Me mudé a Panamá, conseguí un trabajo y de nuevo lo tuve enfrente. Me sonreía de pensarlo. Recuerdo que le decía:
“Eres un pícaro”. Y nos reíamos por esta observación.
Luego me casé, con Vida, tuvimos 4 hijos que son estupendos. Y justo frente a mi casa se muda una residencia estudiantil para Universitarios en la que habilitan un oratorio con una capilla. ¡Otra vez de vecino!
Me doy cuenta que no siempre valoramos la presencia amorosa de Dios y perdemos la gracia santificante. Somos pecadores y sin embargo Él nos toma por hijos y nos ama. Es algo que me impacta, me impresiona.
“¿Por qué?” me pregunto. Tal vez porque sólo sabe amar.
Esto me encanta de Jesús. Es un gran amigo, siempre preocupado de nuestras necesidades.
Yo puedo decir que vivo de la Providencia. Solía laborar en diferentes empresas. Y siempre andaba escaso de fondos, de todo. Me despidieron y empecé a “trabajar” para Él escribiendo mis libros, narrando mis aventuras en el sagrario y de pronto NADA ME FALTA. Y si me falta, no me doy cuenta porque su amistad es tan valiosa que lo opaca todo. Es el mayor regalo que puedes recibir en esta vida.
¿Te ha ocurrido que conduces y pasas frente a una Iglesia y experimentas como un deseo de entrar y saludar a Jesús en el sagrario? Sabes que te llama. Pero no te detienes.
“Mañana paso”, le dices.
Justamente me ocurrió esta semana. Pasé un par de veces en auto y no me detuve a saludarlo.
Quería comentarte porque algo extraño que me ocurrió ayer, cuando le visité en un oratorio. Entré en el oratorio y me arrodillé. De pronto me pareció escuchar en el fondo de mi alma esta súplica de Jesús:
“Me siento solo”.
Quedé perplejo. La vida a veces te envuelve y te enredas.
“Perdóname”, le dije. “Vendré a verte con más frecuencia”.
Entonces ocurrió algo insólito. En mi mente vi muchos sagrarios solitarios en diferentes capillas. Nadie acompañaba a Jesús.
¿Lo habré imaginado?
No imaginas cuánto me dolió.
Él, que no hace más que amar, pide nuestro amor.
Quise consolarlo. Le dije que le quería, y todavía hoy mientras escribo hago unas pausas para decirle:
“Te quiero Jesús”.
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