Su fuerza está en que son verdaderos diálogos con Dios
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Narra el Génesis que Dios paseaba por el jardín del Edén a la hora de la brisa (cf. Gn 3, 8), y podemos imaginarlo bajando, sobre todo, para hablar y convivir con Adán.
Allí tendría lugar un sublime diálogo: de Adán emanarían cánticos e himnos de alabanza al Todopoderoso, y de éste una invitación a Adán para que se elevara más en la contemplación de las cosas creadas y divinas.
Dialogar con Dios
En esa escena, hallamos el aspecto más insigne de la dignidad humana, que “consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios”,1 y esto no es sino el centro de su vida espiritual: la oración.
Santa Teresa del Niño Jesús afirma que “la oración es un impulso del corazón, una simple mirada lanzada hacia el Cielo, un grito de gratitud y de amor, tanto en medio de la prueba como en medio de la alegría”. 2
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A través de la oración el hombre se comunica y dialoga con su Creador, porque en el corazón humano está acentuada una tendencia natural hacia Él, como corolario del inestimable don de haber sido creado a su “imagen y semejanza” (Gn 1, 26).
Partiendo de ese supuesto, podremos entender mejor la fuerza de los salmos, como verdaderos diálogos con Dios.
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“Bendice, alma mía, al Señor: ¡Dios mío, qué grande eres!” (Sal 103, 1), canta el salmista.
Brillan en el Antiguo Testamento, inspiradas por el Espíritu Santo que “intercede por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8, 26), esas hermosas oraciones, que se presentan como himnos que expresan alabanza, gratitud, lamento, súplica o peticiones de perdón al Creador.
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¿Pero los salmos cumplen, en su conjunto, los cinco requisitos más importantes indicados por santo Tomás para la oración perfecta?
Enseña el Doctor Angélico que ésta debe ser “confiada, recta, ordenada, devota y humilde”. Pues bien, analicémoslo.
“Al Señor le agrada muchísimo nuestra confianza en su misericordia, porque de esta manera honramos y ensalzamos aquella su infinita bondad que quiso manifestar al mundo cuando nos creó”.
De hecho, para que la súplica obtenga mayor resultado, debe reflejar una confianza amorosa y humilde para provocar la misericordia de Dios: “me invocará y lo escucharé” (Sal 90, 15).
Por lo tanto, “los que se cansan después de haber rogado durante un tiempo, carecen de humildad o de confianza; y de este modo no merecen ser escuchados”.
“Parece como si pretendierais que se os obedezca al momento vuestra oración como si fuera un mandato; ¿no sabéis que Dios resiste a los soberbios y que se complace en los humildes? ¿Qué? ¿Acaso vuestro orgullo no os permite sufrir que os hagan volver más de una vez para la misma cosa? Es tener muy poca confianza en la bondad de Dios el desesperar tan pronto, el tomar las menores dilaciones por rechazos absolutos”.
Modelos preclaros de constancia humilde y confiada son los salmos, en los que se entrevé la esperanza del salmista a clamar y a elevar al Cielo su plegaria, implorando al Todopoderoso, por muy malas que sean las circunstancias en que esté inmersa el alma.
Es por eso por lo que canta el rey y profeta David: “Piedad, Señor, que estoy en peligro; se consumen de dolor mis ojos, mi garganta y mis entrañas. Mi vida se gasta en el dolor, mis años en los gemidos; mi vigor decae con las penas, mis huesos se consumen. […] Pero yo confío en ti, Señor; te digo: ‘Tú eres mi Dios’ ” (Sal 30, 10-11.15).
¿Qué hay de más bello y atrayente a los ojos del Señor que el corazón de un hijo, cuya confianza es la fina punta de la esperanza crepitando dentro de sí?
“Cuando estamos esperanzados en una cosa, tenemos la alegría y la convicción de que algo bueno va a venirnos. Esa confianza es la que da fuerzas a nuestras almas para caminar hacia adelante”.
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