‘¿Por qué Dios me abandona cuando más lo necesito?’
Esta pregunta suele surgir de lo hondo del corazón angustiado de quien siente que justo cuando enfrenta una situación desesperante, Dios lo ha abandonado.
Para responderle cabe primero preguntarle: ¿por qué sientes que Dios te abandona?
Hay quienes piden algo a Dios y si no responde como esperan, se enojan, deprimen o desesperan y terminan por alejarse de Él, convencidos de que o no existe o es inútil invocarlo pues no hace caso.
Mucha gente, y no pocos santos, se han sentido abandonados por Dios, y en la Biblia hallamos reclamos de quienes sienten que Dios los dejó solos. Pero, ¿realmente puede abandonarnos Dios?
El profeta Isaías escribió: “Dice Sión: El Señor me ha abandonado, el Señor me ha olvidado” y a continuación registró la respuesta de Dios: “¿Puede acaso una madre olvidarse de su creatura, dejar de enternecerse por el hijo de sus entrañas? Aunque hubiera una madre que se olvidara, Yo nunca me olvidaré de ti. Mira, tengo tu nombre tatuado en las palmas de Mis manos.” (Is 49, 15-16).
Lo que Dios dijo entonces, lo dice hoy. Así como nunca olvidó ni abandonó a Su pueblo, no nos olvida ni abandona hoy.
Y si alguien cuestiona: entonces ¿por qué dejó que mi ser querido falleciera?, ¿por qué no me cura?, ¿por qué no me saca de esta crisis?, Dios le responde: “No son Mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son Mis caminos… Como están muy por encima los cielos de la tierra, así están muy por encima Mis camino de los vuestros y Mis pensamientos de los vuestros” (Is 55, 8-9).
Nosotros vemos las cosas desde un punto de vista humano, buscando siempre nuestro bienestar inmediato, pero Dios las ve desde Su perspectiva divina, con miras a la vida eterna. Nosotros queremos pasarla bien aquí, deseamos salud, dinero, éxito, gozar de una vida larga y sin problemas. Dios no quiere que nos conformemos con tan poco. Nos tiene reservada en el cielo una felicidad que no termina.
Ello no significa que no quiera que disfrutemos este mundo, sino que lo que más le importa es que seamos santos, porque sólo siendo santos llegaremos al cielo. Para que lo logremos, permite que suframos ciertas experiencias que nos purifican, nos ayudan a superar aquello de lo que debemos deshacernos para alcanzar la santidad.
No nos gusta padecer, pero al ver hacia atrás, hemos de reconocer que las situaciones adversas que vivimos nos hicieron madurar, crecer, descubrir cualidades y fortalezas que ni sabíamos que teníamos y que Dios nos fue dando para que saliéramos adelante.
Podemos comprender que el sufrimiento tuvo un sentido, un valor.
Recordemos que en la cruz, Jesús expresó lo que sentimos al sufrir, hizo Suyas las palabras iniciales del Salmo 22, 2: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 27, 46), pero al final exclamó: “Padre, en Tus manos pongo Mi espíritu” (Lc 23, 46), mostrando plena certeza de que Su Padre nunca lo abandonó, que si le permitió sufrir fue porque Su sufrimiento tuvo un sentido redentor.
Dios nunca nos abandona, somos nosotros los que nos sentimos abandonados por Él porque por fijarnos en lo que no nos ha concedido, no prestamos atención a todo lo que sí nos da, pasamos por alto las incontables maneras como nos bendice, las ‘diocidencias’ con que nos favorece, la fuerza con que nos sostiene, la gracia que derrama en nosotros, las personas que pone en nuestro camino para ayudarnos, consolarnos, acompañarnos.
Viene a la mente esa conocida historia de un hombre al que se le concedió ver en la arena de una playa las huellas de sus pies a lo largo de su vida. Había dos pares de huellas, las suyas y las de Jesús, pero notó que en los momentos más difíciles de su existencia, sólo se veía un par de huellas, así que le reclamó a Jesús: ‘Mira, sólo estaban mis huellas, me dejaste solo cuando más te necesitaba’, a lo que el Señor le respondió: ‘Esas huellas no son tuyas, son Mías. En los momentos más dolorosos de tu vida, Yo jamás te he abandonado: te he llevado cargado.’.
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