VISIONES DE MARÍA VALTORTA SOBRE EL DÍA DE PENTECOSTÉS
María Valtorta nos relata en su
obra lo que sucedió en aquel hermoso día de Pentecostés para comprender el
rol de Santa María en la historia de la salvación, ya que Ella es la más
maravillosa corona de la Creación de Dios. La Santísima Trinidad canta de
alegría al admirar la perfección en el amor de Su hija predilecta.
La venida del Espíritu Santo. Fin del ciclo mesiánico.
No hay voces ni ruidos en la casa
del Cenáculo. No hay tampoco discípulos (al menos, no oigo nada que me autorice
a decir que en otros cuartos de la casa estén reunidas personas). Sólo se
constatan la presencia y la voz de los Doce y de María Santísima (recogidos en
la sala de la Cena).
La habitación parece más grande
porque los muebles y enseres están colocados de forma distinta y dejan libre
todo el centro de la habitación, como también dos de las paredes. A la tercera
ha sido arrimada la mesa grande que fue usada para la Cena. Entre la mesa y la
parecí, y también a los dos lados más estrechos de la mesa, están los
triclinios usados en la Cena y el taburete usado por Jesús para el lavatorio de
los pies. Pero estos triclinios no están colocados verticalmente respecto a la
mesa, como para la Cena, sino paralelamente, de forma que los apóstoles pueden
estar sentados sin ocuparlos todos, aun dejando libre uno, el único vertical
respecto a la mesa, sólo para la Virgen bendita, que está en el centro, en el
lugar que Jesús ocupaba en la Cena.
No hay en la mesa mantelería ni
vajilla; está desnuda, y desnudos están los aparadores y las paredes. La
lámpara sí, la lámpara luce en el centro, aunque sólo con la llama central
encendida, porque la vuelta de llamitas que hacen de corola a esta pintoresca
lámpara está apagada.
Las ventanas están cerradas y
trancadas con la robusta barra de hierro que las cruza. Pero un rayo de sol se
filtra ardido por un agujerito y desciende como una aguja larga y delgada hasta
el suelo, donde pone un arito de sol.
La Virgen, sentada sola en su
asiento, tiene a sus lados, en los triclinios, a Pedro y a Juan (a la derecha,
a Pedro; a la izquierda, a Juan). Matías, el nuevo apóstol, está entre Santiago
de Alfeo y Judas Tadeo. La Virgen tiene delante un arca ancha y baja de madera
oscura, cerrada. María está vestida de azul oscuro. Cubre sus cabellos un velo
blanco, cubierto a su vez por el extremo de su manto Todos los demás tienen la
cabeza descubierta.
María lee atentamente en voz
alta. Pero, por la poca luz que le llega, creo que más que leer repite de
memoria las palabras escritas en el rollo que tiene abierto. Los demás la
siguen en silencio, meditando. De vez en cuando responden, si es el caso de
hacerlo.
El rostro de María aparece
transfigurado por una sonrisa extática. ¡¿Qué estará viendo, que tiene la
capacidad de encender sus ojos como dos estrellas claras, y de sonrojarle las
mejillas de marfil, como si se reflejara en Ella una llama rosada?!: es,
verdaderamente, la Rosa mística…
Los apóstoles se echan algo hacia
adelante, y permanecen levemente al sesgo, para ver el rostro de María mientras
tan dulcemente sonríe y lee (y parece su voz un canto de ángel). A Pedro le
causa tanta emoción, que dos lagrimones le caen de los ojos y, por un sendero de
arrugas excavadas a los lados de su nariz, descienden para perderse en la mata
de su barba entrecana. Pero Juan refleja la sonrisa virginal y se enciende como
Ella de amor, mientras sigue con su mirada a lo que la Virgen lee, y, cuando le
acerca un nuevo rollo, la mira y le sonríe.
La lectura ha terminado. Cesa la
voz de María. Cesa el frufrú que produce el desenrollar o enrollar los
pergaminos. María se recoge en una secreta oración, uniendo las manos sobre el
pecho y apoyando la cabeza sobre el arca. Los apóstoles la imitan…
Un ruido fortísimo y armónico,
con sonido de viento y arpa, con sonido de canto humano y de voz de un órgano
perfecto, resuena de improviso en el silencio de la mañana. Se acerca, cada vez
más armónico y fuerte, y llena con sus vibraciones la Tierra, las propaga a la
casa y las imprime en ésta, en las paredes, en los muebles, en los objetos. La
llama de la lámpara, hasta ahora inmóvil en la paz de la habitación cerrada,
vibra como chocada por el viento, y las delgadas cadenas de la lámpara
tintinean vibrando con la onda de sobrenatural sonido que las choca.
Los apóstoles alzan, asustados,
la cabeza; y, como ese fragor hermosísimo, que contiene las más hermosas notas
de los Cielos y la Tierra salidas de la mano de Dios, se acerca cada vez más,
algunos se levantan, preparados para huir; otros se acurrucan en el suelo
cubriéndose la cabeza con las manos y el manto, o dándose golpes de pecho
pidiendo perdón al Señor; otros, demasiado asustados como para conservar ese
comedimiento que siempre tienen respecto a la Purísima, se arriman a María.
El único que no se asusta es
Juan, y es porque ve la paz luminosa de alegría que se acentúa en el rostro de
María, la cual alza la cabeza y sonríe frente a algo que sólo Ella conoce y
luego se arrodilla abriendo los brazos, y las dos alas azules de su manto así
abierto se extienden sobre Pedro y Juan, que, como Ella, se han arrodillado.
Pero, todo lo que he tardado
minutos en describir se ha verificado en menos de un minuto.
Y luego entra la Luz, el Fuego,
el Espíritu Santo, con un último fragor melódico, en forma de globo
lucentísimo, ardentísimo; entra en esta habitación cerrada, sin que puerta o
ventana alguna se mueva; y permanece suspendido un momento sobre la cabeza de
María, a unos tres palmos de su cabeza (que ahora está descubierta, porque
María, al ver al Fuego Paráclito, ha alzado los brazos como para invocarlo y ha
echado hacia atrás la cabeza emitiendo un grito de alegría, con una sonrisa de
amor sin límites). Y, pasado ese momento en que todo el Fuego del Espíritu
Santo, todo el Amor, está recogido sobre su Esposa, el Globo Santísimo se
escinde en trece llamas cantarinas y lucentísimas -su luz no puede ser descrita
con parangón terrenal alguno-, y desciende y besa la frente de cada uno de los apóstoles.
Pero la llama que desciende sobre
María no es lengua de llama vertical sobre besadas frentes: es corona que
abraza y nimba la cabeza virginal, coronando Reina a la Hija, a la Madre, a la
Esposa de Dios, a la incorruptible Virgen, a la Llena de Hermosura, a la eterna
Amada y a la eterna Niña; pues que nada puede mancillar, y en nada, a Aquella a
quien el dolor había envejecido, pero que ha resucitado en la alegría de la
Resurrección y tiene en común con su Hijo una acentuación de hermosura y de frescura
de su cuerpo, de sus miradas, de su vitalidad… gozando ya de una anticipación
de la belleza de su glorioso Cuerpo elevado al Cielo para ser la flor del
Paraíso.
El Espíritu Santo rutila sus
llamas en torno a la cabeza de la Amada. ¿Qué palabras le dirá? ¡Misterio! El
bendito rostro aparece transfigurado de sobrenatural alegría y sonríe con la
sonrisa de los serafines, mientras ruedan por las mejillas de la Bendita
lágrimas beatíficas que, incidiendo en ellas la Luz del Espíritu Santo, parecen
diamantes.
El Fuego permanece así un tiempo…
Luego se disipa… De su venida queda, como recuerdo, una fragancia que ninguna
flor terrenal puede emanar… es el perfume del Paraíso…
Los apóstoles vuelven en sí…
María permanece en su éxtasis. Recoge sus brazos sobre el pecho, cierra los
ojos, baja la cabeza… nada más… continúa su diálogo con Dios… insensible a
todo… Y ninguno osa interrumpirla.
Juan, señalándola, dice:
-Es el altar, y sobre su gloria
se ha posado la Gloria del Señor…
-Sí, no perturbemos su alegría.
Vamos, más bien, a predicar al Señor para que se pongan de manifiesto sus obras
y palabras en medio de los pueblos – dice Pedro con sobrenatural impulsividad.
-¡Vamos! ¡Vamos! El Espíritu de
Dios arde en mí – dice Santiago de Alfeo.
-Y nos impulsa a actuar. A todos.
Vamos a evangelizar a las gentes. Salen como empujados por una onda de viento o
como atraídos por una vigorosa fuerza.
Dice Jesús (a María Valtorta):
-Aquí termina esta Obra que mi amor por vosotros ha dictado, y que vosotros
habéis recibido por el amor que una criatura ha tenido hacia mí y hacia
vosotros.
Ha terminado hoy, conmemoración
de Santa Zita de Luca, humilde sirvienta que sirvió a su Señor en la caridad en
esta Iglesia de Luca, ciudad a la que Yo, desde lugares lejanos llevé a mi
pequeño Juan para que me sirviera en la caridad y con el mismo amor de Santa
Zita hacia todos los infelices. Zita daba pan a los menesterosos, recordando
que en cada uno de ellos estoy Yo, y que vivirán gozosos a mi lado aquellos que
hayan dado pan y bebida a los que tienen sed y hambre. María-Juan ha dado mis
palabras a los que flaquean envueltos en la ignorancia, en la tibieza o en la
duda sobre la Fe, recordando que la Sabiduría dijo (Sabiduría 3, 1-9; Daniel
12, 3-4) que brillarían como estrellas en la eternidad aquellos que con fatiga
se esforzaran en dar a conocer a Dios, dando gloria a su Amor dándolo a conocer
a muchos y haciendo que muchos lo amen.
Y ha terminado hoy, día en que la
Iglesia eleva a los altares a María Teresa Goretti, (María Teresa Goretti, más
conocida como María Goretti, mártir de la pureza (1890-1902), beatificada el 27
de Abril de 1947 y canonizada en 1950) pura azucena de los campos que vio su
tallo quebrado cuando todavía era capullo su corola -¿por quién quebrado, sino
por Satanás, envidioso ante ese candor más esplendoroso que su antiguo aspecto
de ángel?-, quebrado por ser flor consagrada al Amador divino. Virgen y mártir,
María, de este siglo de infamias en que se mancilla incluso el honor de la
Mujer, escupiendo baba de reptiles negadora del poder de Dios de dar una morada
inviolada a su Verbo, que, por obra del Espíritu Santo, se encarnaba para
salvar a los que en Él creyeran. También María-Juan es mártir del Odio, que no
quiere que mis maravillas sean celebradas con esta Obra, arma que tiene poder
para arrebatarle muchas presas. Pero también María-Juan sabe, como sabía María
Teresa, que el martirio -fueren cuales fueren su nombre y su aspecto- es llave
para abrir sin dilación el Reino de los Cielos para aquellos que lo padecen
como continuación de mi Pasión.
La Obra ha terminado. (Pero no
han terminado las “visiones” ni los “dictados” fuera del ciclo mesiánico,
declarado concluido con la venida del Espíritu Santo. Por ello se añadirán,
completivos de la Obra, otros escritos pertinentes (de varios años, sobre todo
del 1951). Como consecuencia, la Despedida de la Obra, escrita el 28 de Abril
de 1947 y que en los cuadernos autógrafos sigue inmediatamente al presente
“dictado”, será recogida al término de la conclusión de la Obra) Y, con su fin,
con la venida del Espíritu Santo, se concluye el ciclo mesiánico, que mi
Sabiduría ha iluminado desde sus albores (la Concepción inmaculada de María)
hasta su terminación (la venida del Espíritu Santo). Todo el ciclo mesiánico es
obra del Espíritu de Amor, para quien sabe ver bien. Cabal, pues, el haberlo
empezado con el misterio de la inmaculada Concepción de la Esposa del Amor, y
el haberlo concluido con el sello de Fuego Paráclito puesto en la Iglesia de
Cristo.
Las obras manifiestas de Dios,
del Amor de Dios, terminan con Pentecostés. Desde entonces, continúa ese
misterioso obrar de Dios en sus fieles, unidos en el Nombre de Jesús en la
Iglesia Una, Santa, Católica, Apostólica, Romana; y la Iglesia -o sea, la
asamblea de los fieles -pastores, ovejas y corderos- puede continuar su camino
sin errar, por la continua, espiritual operación del Amor en sus fieles. El
Amor, Teólogo de los teólogos, Aquel que forma a los verdaderos teólogos, que
viven abismados en Dios y tienen a Dios dentro de sí -la vida de Dios dentro de
sí por la dirección del Espíritu de Dios que los guía-, los verdaderos “hijos
de Dios” según el concepto de Pablo. (Romanos 8, 14-17)
Y al término de la Obra debo
poner una vez más el lamento que he colocado al final de cada uno de los años
evangélicos. Y en mi dolor de ver despreciado mi don os digo: “No recibiréis
más, porque no habéis sabido acoger esto que os he dado”. Y digo también las
palabras que os hice llegar el pasado verano para llamaros de nuevo al camino
recto: “No me veréis hasta que no llegue el día en que digáis: Bendito el que
viene en nombre del Señor”.
Para leer la obra completa de
María Valtorta ingresar a los enlaces:
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