jueves, 23 de enero de 2020

Vida de María: Los desposorios con José




Sólo sabe que el Señor ha querido desposarla con José, un varón justo que la quiere y la protege

Está cercana la plenitud de los tiempos. La predestinada para ser Madre de Dios aún no lo sabe. Ha crecido y se ha hecho mujer. Pero la Trinidad Santa le prepara un matrimonio santo que custodiará su virginidad. El Hijo de Dios hecho hombre, Mesías de Israel y Redentor del mundo, ha de nacer y crecer en el seno de una familia.
Es muy probable —todos los indicios apuntan en esa dirección— que, por aquellas fechas, los padres de la Virgen ya habrían fallecido. María debía de vivir en casa de algún pariente, que se habría hecho cargo de Ella cuando quedó huérfana. Al aproximarse la edad en que las doncellas de Israel solían contraer matrimonio, en torno a los quince años, el jefe de aquella familia, como representante del padre de Myriam, tuvo que ocuparse de esa cuestión. Y se concertó el matrimonio de María con José, el artesano de Nazaret.
Pocas noticias nos dan los Evangelios sobre el esposo de María. Sabemos que también él pertenecía a la casa de David, y que era un varón justo (Mt 1, 19), es decir, un hombre que —como afirma la Escritura— se complace en la Ley del Señor, y noche y día medita en su Ley (Sal 1, 2). La liturgia le aplica unas palabras inspiradas: el justo florecerá como palmera, crecerá como cedro del Líbano (Sal 91 [92] 13).
El evangelio de San Lucas narra que cuando el Arcángel Gabriel le anuncia, de parte de Dios, la concepción de un hijo, María responde: ¿Cómo se hará esto? Porque no conozco varón (Lc 1, 34). Esta respuesta, cuando ya era la prometida de José de Nazaret, muestra que María tenía la firme determinación de permanecer virgen. No hay motivos humanos que justifiquen esa decisión, más bien rara en aquella época.
Toda joven israelita, y más si pertenecía a la descendencia de David, abrigaba en su corazón la ilusión de contarse entre los ascendientes del Mesías. La Tradición de la Iglesia explica esa firme determinación como fruto de una inspiración especialísima del Espíritu Santo, que estaba preparando a la que iba a ser Madre de Dios. Ese mismo Espíritu le hizo encontrar al varón que sería su virginal esposo.
No sabemos cómo se encontraron María y José. Si la Virgen, como es probable, habitaba ya en Nazaret —una pequeña aldea de Galilea— se conocerían desde tiempo atrás. En cualquier caso es lógico pensar que —antes de celebrarse los desposorios— María comunicó a José su propósito de virginidad. Y José, preparado por el Espíritu Santo, descubriría en esa revelación una voz del cielo: muy probablemente también él se había sentido impulsado interiormente a dedicarse en alma y cuerpo al Señor. No es posible imaginar la concordia que se estableció entre esos dos corazones después de los desposorios, ni la paz interior que rebosaba en sus almas.
Todo es muy sobrenatural en esta escena de la vida de María y, al mismo tiempo, es todo muy humano. Esa misma sencillez —tan propia de las cosas divinas— explica las narraciones piadosas que pronto se formaron sobre los desposorios de María y José; un relato lleno de sucesos maravillosos, que el arte y la literatura han inmortalizado. Según esas fuentes, cuando María llegó a la edad de contraer matrimonio, Dios mostró milagrosamente a los sacerdotes del Templo de Jerusalén y a todo el pueblo quién era el elegido como esposo de María.
El hecho histórico debió de ser mucho más sencillo. El lugar de los desposorios pudo muy bien ser Nazaret. Cuando la familia de María llegó a un acuerdo con José, se celebrarían los esponsales, que en la Ley mosaica tenían la misma fuerza que el matrimonio. Pasado algún tiempo, el esposo debía conducir a la novia a su propia casa. En ese lapso de tiempo tuvo lugar la Anunciación.


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